jueves, 18 de agosto de 2011

La última vez que pisé una playa

La última vez que pisé una playa

Él no ocupaba más de unos centímetros de una radiografía la última vez que pisé una playa, al año siguiente de casarme con Adela. Y fue porque ella me lo pidió insistentemente durante varios meses. Mientras se tostaba al sol mañana y tarde yo intentaba, en el aire acondicionado del bar del hotel, mantenerme alejado de esa asquerosa sensación de que toda la ropa se te pega al cuerpo. Pero aquí, treinta años después, el hospital está un poco apartado del pueblo, y no hay ni un bar ni nada parecido donde se pueda ir. Adela sin dejar de lloriquear, tirándome de la mano. Una procesión de batas y uniformes yendo y viniendo de aquí para allá. El olor que te inunda de enfermedad aun en la sala de espera. No había quien aguantara más ahí dentro.
Las palomas se mezclan con algunas gaviotas en una coreografía del hambre. Suben, bajan, revolotean, buscan con sus picos desesperadas alguna miga que distinguir de los granos de arena. No deja de tener gracia que el color de mi polo esté en perfecta sintonía con todo lo que me rodea. La piedra desgastada del paseo. La arena. El sol abrasador de las cuatro de la tarde. Somos un todo amarillo que espera el momento en que se vaya la luz para pasar a negro. Era una curva muy pronunciada y sin señalizar, me dicen. Ya antes había habido algún susto con otros motoristas. Pero nunca así.
Por primera vez desde que estoy sentado en este muro que da al mar se levanta un poco de brisa. Cuando vuelvo a poner en su lugar este manojo de canas al que llamo pelo, mi mano se lleva unas gotas de sudor de la frente. Con el sudor de tu frente. Así se lo solía decir. Y no holgazaneando y codeándose con esas compañías que entraban y salían de casa a cualquier hora. Una ingeniería. O medicina, por Dios. Tenía todas las oportunidades para hacer lo que quisiera. Las que muchos no podían tener. Pero nunca parecía escucharme. Cansado de estar sentado sobre la dura piedra, me incorporo sin dejar de mirar al horizonte. A lo lejos, casi como una mancha, parece divisarse un barco. Podría ser. Y de repente siento un deseo inexplicable de estar allí, entre proa y popa. En medio del agua. Ajeno a este pueblo, a esta playa, a este calor.
Un poco por no quedarme así, inerte, a la deriva, y un poco por no volver ya al hospital, comienzo a caminar en la arena. Los zapatos se hunden con facilidad, pero la huella que dejan desaparece al instante, como si mi peso no hubiese sido capaz de importunarla. Inquebrantable. Como el alma de un viejo marino que ha vivido las sacudidas de todas las mareas, de todas las corrientes, y sólo quiere descansar. No os soporto más. Pues vete. Vete y no vuelvas más por aquí. No serás bien recibido. El murmullo del agua parece traer hasta mí aquellas palabras en una marea constante, las últimas que nos dijimos. Ahora no saben si volverá a hablar. A escuchar. Puede que aguante así años, sin dar el más mínimo signo de vida. Sin darme cuenta he llegado hasta donde la arena está mojada. Me agacho y me quito los zapatos, primero. Los calcetines. Los sujeto con una mano mientras con la otra me remango un poco los pantalones. Los últimos suspiros de las olas comienzan a mojar mis pies. Para estar en agosto, tengo la impresión de que el agua está demasiado fría.

luisdoe

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